No importa cuánto tiempo pase o cuántos kilómetros nos
separen, al final del día, siempre tú serás el baremo por el que nada se puede
medir. No importa cuántas personas haya habido detrás de ti en mi vida, no
importa cuántos sitios haya conocido, qué cosas haya hecho, porque al final del
día, de este día en concreto, tú siempre apareces. Apareces en mi mente con ese recuerdo tan nítido de la
persona que eras, de quien me enamoró en seguida y me olvidó rápido. Apareces
con esa mirada adulta observando a una niña que solo querías que creciera… pero
soy muy terca, y tú nunca quisiste admitirlo.
Querías que creciera, que madurara a una velocidad que no
era la mía. Querías que olvidara todo, querías inventarme de nuevo y yo, que
por aquel entonces estaba ciega, sorda y muda al exterior de nuestra cúpula, te
hice caso en todo excepto en una simple cosa. Querías que hablara, que te
contara en cada momento qué me pasaba, qué sentía… y eso, amigo mío, ni
siquiera tú pudiste conseguirlo. Pero encontré el modo de hacerte llegar todo
eso que me pedías… te escribía. Porque nunca he conseguido poner en orden mis
pensamientos a través de la voz, y la única manera de que todos ellos tengan
algún sentido para los demás es a través de mis dedos. Ellos te contaron en
cada momento qué me pasaba, qué sentía, cuánto te quería… pero cuando juegas
con fuego ante un adolescente el fuego puede quemarte. Tal vez yo no supe amar,
nunca he sabido muy bien cómo hacerlo ( ¿acaso alguien sabe?), pero tú no
supiste cómo jugar a ese juego. Y el fuego nos acabó quemando a los dos.
Arriesgamos mucho de pronto, pisamos el acelerador desde el
primer momento y nunca metimos el freno… al final el motor se desgastó sin
dejarnos nada. Un corazón roto y un par de cartas de amor. Tú lo intentaste de
todas las maneras, yo solo di excusas para terminar, y sin embargo, al final,
con los años, he sido yo quien más ha pagado el precio. En mi mente siempre
estarán tus últimas palabras: “algún día, dentro de un tiempo, pensarás en mí y
te arrepentirás…”. Cuánta razón tenías,
cuántos años me pasé deseándote en silencio de nuevo, sentía cómo todo se
volvía una espiral de amor y confusión.
Todavía
ahora te recuerdo. Cómo llegaste en el preciso instante en el que mi corazón
estaba débil para hacerme fuerte, para hacerme reír de nuevo. Cómo vivimos
juntos tus castigos y los míos, nuestras
discusiones, tus ganas profundas de conocerme, mi terquedad absoluta al impedir
que eso pasara. Tú primer te quiero, mi primera carta, y Venus… qué bonita es
Venus desde ahí arriba observando silenciosa cada paso que dimos… qué bonita es
Venus gracias a ti.
Pero el amor, que es siempre caprichoso, quiso que todo lo
que habíamos construido en poco tiempo se cayera. Aquellos muros que creíamos
tan sólidos se vinieron abajo. Toda nuestra historia se perdió entre aquellos
escombros. Y de todo lo que perdimos, lo que más me duele, es que nunca pude
recuperar la persona que era antes de conocerte. Aquella chica risueña,
sencilla, charlatana, que hablaba demasiado rápido y demasiado alto sobre
sentimientos y amor se perdió para
siempre. Sin haberme dado cuenta,
durante aquellos escasos meses había cambiado por completo. Me hiciste a tu
imagen y semejanza y ya ni siquiera delante del espejo me reconocía. Me había
vuelto desconfiada, silenciosa, y había creado un muro de piedra y hielo
alrededor de mi corazón que durante muchos años estuvo en pie. Creo que eso es
lo que más me duele de toda nuestra historia. Muchas veces intenté recuperar a
aquella dulce niña, y muchas veces erré en el intento. Frustrándome,
maldiciéndote, ahogándome en ese nuevo yo que había surgido. Adiós dulce niña,
adiós.
No importa cuánto tiempo pase, cuántos kilómetros recorra,
cuánto trate de olvidarme del pasado. No importa si desde hace 10 años no te
veo si nunca nos encontramos, en este
día ya sé que siempre apareces. Porque este era nuestro día.
Y porque es verdad aquello que dicen: no importa cuántos
hombres pasen por tu vida, al primero, jamás lo olvidas.