Secciones

sábado, 26 de septiembre de 2015

El primer amor

No importa cuánto tiempo pase o cuántos kilómetros nos separen, al final del día, siempre tú serás el baremo por el que nada se puede medir. No importa cuántas personas haya habido detrás de ti en mi vida, no importa cuántos sitios haya conocido, qué cosas haya hecho, porque al final del día, de este día en concreto, tú siempre apareces. Apareces  en mi mente con ese recuerdo tan nítido de la persona que eras, de quien me enamoró en seguida y me olvidó rápido. Apareces con esa mirada adulta observando a una niña que solo querías que creciera… pero soy muy terca, y tú nunca quisiste admitirlo.

Querías que creciera, que madurara a una velocidad que no era la mía. Querías que olvidara todo, querías inventarme de nuevo y yo, que por aquel entonces estaba ciega, sorda y muda al exterior de nuestra cúpula, te hice caso en todo excepto en una simple cosa. Querías que hablara, que te contara en cada momento qué me pasaba, qué sentía… y eso, amigo mío, ni siquiera tú pudiste conseguirlo. Pero encontré el modo de hacerte llegar todo eso que me pedías… te escribía. Porque nunca he conseguido poner en orden mis pensamientos a través de la voz, y la única manera de que todos ellos tengan algún sentido para los demás es a través de mis dedos. Ellos te contaron en cada momento qué me pasaba, qué sentía, cuánto te quería… pero cuando juegas con fuego ante un adolescente el fuego puede quemarte. Tal vez yo no supe amar, nunca he sabido muy bien cómo hacerlo ( ¿acaso alguien sabe?), pero tú no supiste cómo jugar a ese juego. Y el fuego nos acabó quemando a los dos.

Arriesgamos mucho de pronto, pisamos el acelerador desde el primer momento y nunca metimos el freno… al final el motor se desgastó sin dejarnos nada. Un corazón roto y un par de cartas de amor. Tú lo intentaste de todas las maneras, yo solo di excusas para terminar, y sin embargo, al final, con los años, he sido yo quien más ha pagado el precio. En mi mente siempre estarán tus últimas palabras: “algún día, dentro de un tiempo, pensarás en mí y te arrepentirás…”.  Cuánta razón tenías, cuántos años me pasé deseándote en silencio de nuevo, sentía cómo todo se volvía una espiral de amor  y confusión.                                                       
Todavía ahora te recuerdo. Cómo llegaste en el preciso instante en el que mi corazón estaba débil para hacerme fuerte, para hacerme reír de nuevo. Cómo vivimos juntos tus castigos  y los míos, nuestras discusiones, tus ganas profundas de conocerme, mi terquedad absoluta al impedir que eso pasara. Tú primer te quiero, mi primera carta, y Venus… qué bonita es Venus desde ahí arriba observando silenciosa cada paso que dimos… qué bonita es Venus gracias a ti.

Pero el amor, que es siempre caprichoso, quiso que todo lo que habíamos construido en poco tiempo se cayera. Aquellos muros que creíamos tan sólidos se vinieron abajo. Toda nuestra historia se perdió entre aquellos escombros. Y de todo lo que perdimos, lo que más me duele, es que nunca pude recuperar la persona que era antes de conocerte. Aquella chica risueña, sencilla, charlatana, que hablaba demasiado rápido y demasiado alto sobre sentimientos  y amor se perdió para siempre.  Sin haberme dado cuenta, durante aquellos escasos meses había cambiado por completo. Me hiciste a tu imagen y semejanza y ya ni siquiera delante del espejo me reconocía. Me había vuelto desconfiada, silenciosa, y había creado un muro de piedra y hielo alrededor de mi corazón que durante muchos años estuvo en pie. Creo que eso es lo que más me duele de toda nuestra historia. Muchas veces intenté recuperar a aquella dulce niña, y muchas veces erré en el intento. Frustrándome, maldiciéndote, ahogándome en ese nuevo yo que había surgido. Adiós dulce niña, adiós.

No importa cuánto tiempo pase, cuántos kilómetros recorra, cuánto trate de olvidarme del pasado. No importa si desde hace 10 años no te veo  si nunca nos encontramos, en este día ya sé que siempre apareces. Porque este era nuestro día.

Y porque es verdad aquello que dicen: no importa cuántos hombres pasen por tu vida, al primero, jamás lo olvidas.



sábado, 19 de septiembre de 2015

La primera hoja de otoño

Cuando la primera hoja cae y aterriza sobre el asfalto, algo se pierde. Cuando de tu armario se esconden las sandalias y de nuevo aparecen las chaquetas, sabes que de nuevo está ocurriendo. Cuando, por primera vez, tu cama se queda fría, por fin lo sientes. La magia del verano se ha escapado un año más entre tus dedos. Lejos quedan los largos días fuera de casa, en aquella playa lejana a la que siempre quisiste ir, aquella terraza que guarda miles de confesiones entre cafés, refrescos y batidos. Todo se reanuda de nuevo, después de estos últimos meses sin rumbo, sin sentido, pero únicos al fin y al cabo.

No importa cuántos años tengamos, no importa dónde estemos viviendo, cuando el calor va desapareciendo paulatinamente, ese pequeño sol interior también va ocultando su brillo, en una puesta de sol ralentizada, bella, sí, pero triste, también.
El otoño siempre me ha parecido que es preludio de lo que va a llegar, sin ser nunca verano, sin llegar a ser jamás invierno, un tiempo muerto entre el calor y el frío, un punto medio entre dos grandes momentos. El otoño tiñe constantemente la vida en tonos marrones y grises. La nostalgia y la melancolía se apoderan de la mente, recordando cada noche aquellos destellos del verano que ya nunca jamás volverán, contando con los dedos los días para Navidad. Mis otoños se cubren de oscuridad al recordar todo lo que poco a poco me fue quitando, sin poder luchar, sin poder presentar ni siquiera una pequeña batalla.

Pero,  a veces, también recuerdo, que no siempre esta época del año fue tan desagradable. En aquellos años en los que todos éramos más jóvenes, el otoño suponía una prueba de vida para nosotros: cuando al acabarse el verano, aquellos amores que junto a la playa habían nacido, prosperaban y florecían en tierras desconocidas, ofreciéndonos historias, sensaciones y sentimientos que jamás habíamos imaginado. Entonces otoño significaba esperanza.
En cualquier caso, esta época también puede ser una puerta abierta a muchos caminos, a tantos como queramos adentrarnos. Es una oportunidad de redimir nuestros errores del pasado o de volver a ellos una y otra vez. Otoño es un punto de partida o una llegada a meta. Un camino de doble sentido, o una autopista directa a tu destino. Puede serlo todo, o puede no ser nada, y somos nosotros quienes decidimos eso.

Cuando el frío comienza a arreciar sobre tu cama, cúbrete con mantas, tan solo está empezando. Tápate hasta arriba y disfruta del agradable calor desde ese escondite que tan solo te pertenece a ti.

Cuando el viento sople con fuerza y arrastre ese aire gélido desde las montañas, recuerda que en el armario aún guardas esas chaquetas y esas botas. Póntelas, y aunque el tiempo parezca retarte a jugar una partida que vas a perder, plántale cara, sal a la calle y disfruta de él en tu cara, sabiendo que tú tienes algo que él jamás encontrará: un hogar al que volver.


Cuando de repente te encuentres sobre la acera la  primera hoja, detente, agáchate y recógela. Inspira bien profundo y nota cómo, sin darte cuenta, el viento ya ha cambiado, el olor de la tierra vuelve a ser diferente y ríete de ti mismo, porque un año más, el tiempo ha sido más sabio que tú y ya ha cambiado las reglas del juego. 

Otra vez, sin que te des cuenta, ya es otoño. 


sábado, 12 de septiembre de 2015

AHORA DUELE

La vida está hecha de pequeños momentos que olvidamos en el tintero para después. La mayor 
parte de nuestro vocabulario se compone de palabras para retrasar el momento de vivir. Por eso al recibir a  alguien solo decimos hola, y sin embargo, tenemos muchas maneras diferentes de despedirnos. 
Existen muchas formas diferentes de irse, muchos modos en los que la gente se va, muchos motivos por los que hacerlo. Todos ellos duelen. Duelen de una manera infecciosa, como una bacteria que se instala en tu pecho y desde allí se extiende a cada extremo de tu cuerpo. Duele como si te estuvieses cayendo al vacío sabiendo que debajo solo te espera el duro asfalto y no hay nadie que pueda evitar esa desgracia.
 Duele porque sabes que, en el fondo, si hubieras luchado más, no estarías sintiendo dolor ahora mismo. Duele porque si hubiera sido en otro momento, las cosas podrían haber sido muy  diferentes. Pero duele, sobre todo, porque ahora te das cuenta de que merecía la pena luchar por ello pero lo dejaste para luego. Y luego no es nunca un buen momento. Esa dilación del tiempo te perseguirá para siempre, sabiendo que en el fondo, ese dolor está ahí porque no supiste arriesgarte, no quisiste salir de la comodidad para luchar por algo que ya jamás existirá. Ya nunca sabrás a que sonarán esos fuegos artificiales que durante muchas noches imaginaste. Ya nunca recordarás a qué sabían exactamente aquellos besos, no podrás sumergirte de nuevo en esos ojos de profundo azul ni recorrer su piel mientras bromeáis en algún bar cercano.
Esa historia que creaste en tu cabeza pasado el tiempo se desvanece. Las páginas del libro que reservaste para los dos se quedarán en blanco porque no supiste perder el miedo a fracasar ni a intentarlo.
Duele ver que el tiempo pesa, pero duele más que pese con su ausencia, porque ahora cargas con su recuerdo, que pesa más que su cuerpo aunque nunca lo tuvieras.
Él se cansó de esperar ese luego que tú creaste para no enfrentarte a la realidad de los sentimientos, y ahora, tú, que en silencio sí que amaste pagas las consecuencias de ese amor en secreto. Cada rincón de tu cuerpo se estremece, en el corazón hay clavado un cuchillo por cada momento demorado, tus ojos se inundan con lágrimas que bañan tus mejillas, y en tu cabeza solo resuena el eco de su voz distante y la nostalgia te trae los recuerdos reales e inventados que se han marchado para siempre.
Ahora que él se ha ido, todo se tiñe de negro, ahora todo es oscuro, lúgubre y triste. Ahora, nunca antes esa palabra tuvo tanto sentido. Ahora has entendido el valor de cada momento; y sin embargo, ahora es tarde.


Ahora ya es tarde para empezar de nuevo.