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sábado, 7 de noviembre de 2015

Una noche romana

Era una fría noche en la que se helaban hasta los témpanos. Las calles adoquinadas de la ciudad imperial estaban cubiertas de una fina capa de hielo que apenas permitía dar un paso sin tentar a las leyes de la gravedad. La tenue luz de las farolas aposadas junto a la vía iluminaba a duras penas mi camino. Hacía ya tiempo que el fulgor de los turistas había desaparecido, hacía ya tiempo que la única existencia en los alrededores eran los antiguos ecos del pasado y un imponente triunfo de las ánimas de aquellos que administraban muerte o victoria sobre todo un imperio. Se me había hecho tarde una vez más, como tantas otras… eso era lo único que apenas quedaba de mi cultura hispana. La mala costumbre de retrasarme para llegar, y aún más extraño, para regresar. Pero tal vez fue el destino, la casualidad o esa mala manía tan española, la que iba a cambiar mi vida, dando un giro inesperado a todos los cimientos de mi vida.
Era una noche gélida romana, preludio de un aún más gélido día invernal en esta ciudad donde constantemente se mezclan pasado, presente y futuro. En una de esas vías que te transportan directamente al corazón del imperio, me di cuenta de que alguien se acercaba con ese sexto sentido que a veces se dice que tenemos las mujeres. Decidí detenerme, en un desesperado intento de fingir que no encontraba algo en el bolso  (¿qué mujer no ha hecho esa técnica alguna vez para evitar ver o ser vista?). Lo cierto es que mi intención era más bien, dejar pasar a esa persona misteriosa que se atrevía a perturbar el sueño despierto de la ciudad eternamente dormida. Eso y que desde hace tiempo no me gustaba caminar sabiendo que había alguien detrás de mí… así pues, me hice a un lado de la acera, procurando no deslizarme por el hielo y arruinar mi estrategia. ¿Alguna vez he dicho que soy muy patosa? Si no es así, quiero que quede claro, soy muy patosa. En mi vano intento por ser sigilosa, natural y hábil, mi tacón (soy la única persona que decide ponerse tacones para caminar sobre pavimento helado en una ciudad tremendamente adoquinada), mi tacón no cumplió bien su función de agarrarse lo máximo al suelo, resbaló y sin poder hacer nada, finalmente la inercia de mis movimientos manieristas, y la gravedad cumplieron su función, todo mi ser acabó en la fría acera de una céntrica calle de Roma. No fue una caída dolorosa, ni grave, ni demasiado humillante, pero fue lo suficiente llamativa para que aquella persona que me acompañaba en la acera y de la que trataba de escapar, se diera cuenta y se interesara.
Fue en ese momento cuando descubrí qué caprichoso es el destino, las vueltas que da la vida y toda clase de frases hechas con igual valor. Aquella persona de la que huía, se acercó a mí. Era un hombre. Un hombre bastante alto ( para mi pequeña estatura, todos son altos), fuerte pero sin exceso, con una vestimenta cuidada e impecable pero sin resultar extremadamente serio, sobrio o mayor, un cabello ligeramente clareado por el sol y sus ojos. Esos fueron mi perdición, eran unos grandes ojos aguamarinos con destellos polares. Eran la combinación perfecta entre el invierno gélido romano y la necesidad de huir en el mes de julio a la costa italiana. Sus ojos eran Italia. Y mis manos llenas de hielo, ardían en aquel momento.
Él se acercó, con la naturalidad que da la despreocupación, y con una leve sonrisa que escondía unas profundas ganas de reír por mi pesa imitación, me ofreció su mano para ayudarme. Una mano grande, fuerte, amiga. No pude darme cuenta entonces, pero, al ofrecerme aquella mano, me ofreció su tierra, su mirada y su vida. Porque la mayoría de las veces la vida está compuesta de momentos embarazosos, absurdos pero que nos hacen reír una y mil veces cada vez que los recordamos. Y este es uno de esos momentos.
El hombre misterioso del que huía se convirtió en el hombre protagonista de mi vida, compartiendo cada instante, recordando siempre ese instante en el que por pequeños giros del destino, todo cambia.
Quizá si un mes antes no hubiera decido cambiar mi monótona vida en mi ciudad de origen, si no hubiera decidido aceptar aquella invitación para asistir a una fiesta al otro lado de la ciudad, si no se me hubiera hecho tarde al volver o si no me hubiera entrado aquella locura años antes de que nadie caminase detrás de mí, hoy mi vida podría ser muy diferente. O tal vez, todo estaba dispuesto para que fuesen cuales fuesen los eventos, sucediese igual.


Quién sabe qué intrincados pueden ser los senderos de la vida.


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