Era una fría noche en la que se helaban hasta los témpanos.
Las calles adoquinadas de la ciudad imperial estaban cubiertas de una fina capa
de hielo que apenas permitía dar un paso sin tentar a las leyes de la gravedad.
La tenue luz de las farolas aposadas junto a la vía iluminaba a duras penas mi
camino. Hacía ya tiempo que el fulgor de los turistas había desaparecido, hacía
ya tiempo que la única existencia en los alrededores eran los antiguos ecos del
pasado y un imponente triunfo de las ánimas de aquellos que administraban
muerte o victoria sobre todo un imperio. Se me había hecho tarde una vez más,
como tantas otras… eso era lo único que apenas quedaba de mi cultura hispana.
La mala costumbre de retrasarme para llegar, y aún más extraño, para regresar.
Pero tal vez fue el destino, la casualidad o esa mala manía tan española, la
que iba a cambiar mi vida, dando un giro inesperado a todos los cimientos de mi
vida.
Era una noche gélida romana, preludio de un aún más gélido día
invernal en esta ciudad donde constantemente se mezclan pasado, presente y
futuro. En una de esas vías que te transportan directamente al corazón del imperio,
me di cuenta de que alguien se acercaba con ese sexto sentido que a veces se
dice que tenemos las mujeres. Decidí detenerme, en un desesperado intento de
fingir que no encontraba algo en el bolso (¿qué mujer no ha hecho esa técnica alguna vez
para evitar ver o ser vista?). Lo cierto es que mi intención era más bien,
dejar pasar a esa persona misteriosa que se atrevía a perturbar el sueño
despierto de la ciudad eternamente dormida. Eso y que desde hace tiempo no me gustaba
caminar sabiendo que había alguien detrás de mí… así pues, me hice a un lado de
la acera, procurando no deslizarme por el hielo y arruinar mi estrategia.
¿Alguna vez he dicho que soy muy patosa? Si no es así, quiero que quede claro,
soy muy patosa. En mi vano intento por ser sigilosa, natural y hábil, mi tacón
(soy la única persona que decide ponerse tacones para caminar sobre pavimento
helado en una ciudad tremendamente adoquinada), mi tacón no cumplió bien su
función de agarrarse lo máximo al suelo, resbaló y sin poder hacer nada, finalmente
la inercia de mis movimientos manieristas, y la gravedad cumplieron su función,
todo mi ser acabó en la fría acera de una céntrica calle de Roma. No fue una
caída dolorosa, ni grave, ni demasiado humillante, pero fue lo suficiente
llamativa para que aquella persona que me acompañaba en la acera y de la que trataba
de escapar, se diera cuenta y se interesara.
Fue en ese momento cuando descubrí qué caprichoso es el
destino, las vueltas que da la vida y toda clase de frases hechas con igual
valor. Aquella persona de la que huía, se acercó a mí. Era un hombre. Un hombre
bastante alto ( para mi pequeña estatura, todos son altos), fuerte pero sin
exceso, con una vestimenta cuidada e impecable pero sin resultar extremadamente
serio, sobrio o mayor, un cabello ligeramente clareado por el sol y sus ojos.
Esos fueron mi perdición, eran unos grandes ojos aguamarinos con destellos
polares. Eran la combinación perfecta entre el invierno gélido romano y la
necesidad de huir en el mes de julio a la costa italiana. Sus ojos eran Italia.
Y mis manos llenas de hielo, ardían en aquel momento.
Él se acercó, con la naturalidad que da la despreocupación,
y con una leve sonrisa que escondía unas profundas ganas de reír por mi pesa
imitación, me ofreció su mano para ayudarme. Una mano grande, fuerte, amiga. No
pude darme cuenta entonces, pero, al ofrecerme aquella mano, me ofreció su
tierra, su mirada y su vida. Porque la mayoría de las veces la vida está
compuesta de momentos embarazosos, absurdos pero que nos hacen reír una y mil
veces cada vez que los recordamos. Y este es uno de esos momentos.
El hombre misterioso del que huía se convirtió en el hombre
protagonista de mi vida, compartiendo cada instante, recordando siempre ese
instante en el que por pequeños giros del destino, todo cambia.
Quizá si un mes antes no hubiera decido cambiar mi monótona
vida en mi ciudad de origen, si no hubiera decidido aceptar aquella invitación
para asistir a una fiesta al otro lado de la ciudad, si no se me hubiera hecho
tarde al volver o si no me hubiera entrado aquella locura años antes de que
nadie caminase detrás de mí, hoy mi vida podría ser muy diferente. O tal vez,
todo estaba dispuesto para que fuesen cuales fuesen los eventos, sucediese igual.
Quién sabe qué intrincados pueden ser los senderos de la
vida.
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