Aquella mañana cuando sonó el despertador, sabía que todo
iba a cambiar. Sabía que ese día era el punto de partida hacia algo nuevo y
diferente. Todavía no sabía si para bien o para mal, pero para algo distinto,
seguro.
La elección, meses atrás, no había sido mía, ni mucho menos.
Ellos me dijeron que tenía que hacerlo, que era en parte debido a la historia
familiar, y en parte, porque ya sabían qué efectos podía tener ese cambio. No
pude ni siquiera decir algo a mi favor. No, en esa pelea ya había perdido incluso
antes de presentar batalla, por lo que me resigné a ser derrotada una vez más,
y deseé con todas mis fuerzas ser un poco mayor. En aquel momento, como en
tantos otros, solo quise ser mayor de edad para tomar mis propias decisiones de
una vez.
En cualquier caso, hacía unos meses me había despedido de
todos mis compañeros y amigos hechos durante los 12 años anteriores. Esperaba
que siguiéramos en contacto, pero en aquellos días, el wasap y el Facebook aún
les quedan varios años para aparecer, y aunque todos viviéramos en el mismo
barrio, los estudios y ritmos de vida de cada uno, nos llevarían a distanciarnos
cada vez más. El verano pasó y nos vimos un par de veces para ir al cine,
charlar y hacer las típicas cosas que hacen los niños a esas edades. Pero
cuando el otoño se acercaba cada vez más, el teléfono fijo de casa sonaba cada vez
menos y los intervalos entre las reuniones eran cada vez mayores.
Pero aquella mañana, cuando salí de la cama aún con la cara
caliente de estar bajo las sábanas, supe que el pasado ya había quedado atrás y
que cualquier cosa que pasase, solo estaba ante mí. Tenía esa sensación de
vacío en el estómago. Estaba asustada, nerviosa y emocionada a partes iguales.
No sabía muy bien qué iba a pasar a partir de ahora, no conocía a nadie en el
aquel lugar al que me llevaba el autobús. Un autobús que iba a tener que tomar
cada día dos veces. Un autobús que iba a guardar grandes confesiones, aventuras
y hasta romances. Recuerdo aún cómo al bajar de él, aquel enorme edificio me
asustó. Imaginé que dentro de sus muros, de sus miles de esquinas, cientos de
aulas e infinitos pasillos, aquello era una cárcel a la que me llevaban por
placer aquellos que se hacían llamar familiares. Volví a sentir la resignación
por mi cuerpo, y me encontré de nuevo, por primera vez en más tiempo del que me
hubiera gustado, echando de menos a mis antiguos compañeros: las maquinaciones
en el calentamiento de educación física, compartir el almuerzo del recreo, las
charlas en la clase de plástica, los María la Paralítica frente al espejo del
baño de las chicas, los sábados en el cine comiendo gominolas… todo eso, ya no
existía y sin embargo, delante de mí solo podía ver castigo, miedo y un futuro
incierto. La seguridad con la que me había levantado decidida a comerme el
mundo, se había bajado en par de paradas antes que yo y ahora estaba sola en
aquel lugar.
Pese a ese repentino ataque de pánico, deduje que lo mejor
era seguir a todos esos chicos y chicas que se acercaban a la puerta de
entrada. Algunos mostraban un porte seguro, casi altivo, pero también me
encontré con algunos jóvenes de altura parecida a la mía con la misma cara de
pánico que yo seguramente debía mostrar: - nuevos -
pensé. A esos fue a los que seguí porque aunque mis padres me habían
dicho que debía ir a un lugar llamado Paranimbo o Paraninfo o algo parecido a
eso, no tenía ni idea ni de lo que era, ni mucho menos, dónde estaba en aquel
castillo de Drácula al que llamaban instituto.
Después de perderme unas siete veces, al final encontré unas
escaleras hacia lo que aquel cartel denominaba como Paraninfo. Decenas de niños
y niñas subían las escaleras, muchos de nosotros con la cabeza baja, como si
nos llevaran directamente al más
terrible de los castigos del Tártaro infernal.
Por fin llegamos, aquel lugar era en realidad un salón de
actos con forma semicircular y escaleras, pero salón de actos, al fin y al
cabo. Y entonces por primera vez pensé: - qué diferente es esto al colegio…-.
Decenas de niños y niñas allí sentados, escuchábamos con atención las
instrucciones de quienes supuestamente iban a ser nuestro superiores durante
aquellos años, que sin saber muy bien, presentía iban a ser fríos, largos y
solitarios. Cuando por fin aquella charla infernal terminó, casi dos horas
después, nos llevaron a nuestras aulas. ¿Cómo podía ser tan grande ese
instituto? ¿Cómo demonios iba a llegar mañana a clase a tiempo? ¿Dónde diantres
había quedado la puerta principal, por la que encima, mañana ya no iba a
entrar?
Gracias a Dios, en aquel trayecto, una chica un poco más
alta que yo, con el pelo oscuro y corto, me dijo en voz baja lo mismo que había
estado pensando yo hasta ese momento: - ¿dónde puñetas estamos? No sé por qué,
pero su tono de voz calmado, su voz profunda y sincera, consiguió que me
relajara y esbozara una sonrisa auténtica. Ella había sido la primera persona
en hablarme en aquel día de locos y jamás olvidaría eso, porque en ese momento,
aún no lo sabía, pero habían comenzado los seis años más dulces y felices de
toda mi vida.
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