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jueves, 31 de diciembre de 2015

Capítulo 2

El despertador volvió a sonar exactamente a las 7:00 de la mañana al día siguiente. Los mismos nervios del anterior, la misma sensación de vacío y miedo. Parecía como si todo lo vivido en aquellos primeros instantes del día, ya lo hubiese experimentado antes; y en parte, tenía razón. La única diferencia con respecto a ayer era que hoy ya no era lunes y que ahora ya conocía sin problema el camino desde la parada de autobús hasta la entrada del instituto. Luego dentro… aquello ya sería otro cantar. Solo podía pensar en que deberían haber colocado años antes alguna clase de carteles que te indicaran hacia dónde tenías que ir allí dentro. O que alguna de las salas vacías del centro tuviese la función de almacenar a los niños extraviados de primer curso desde donde un tutor los condujese a su destino. Aquel instituto era más bien una antigua ciudad medieval donde no faltaba una imponente torre que hacía las veces de iglesia- mirador. Los inmensos jardines que lo rodeaban, cuidados con esmero, impolutos. No faltaban tampoco túneles secretos por los que cada día un millar de jóvenes huían y en los que cientos de amores surgieron.
Aquel lugar era ahora el sitio donde más horas iba a pasar al día. Un sitio que no conocía y en el que era una auténtica desconocida para todo el mundo salvo para un pobre chica que me había hablado el día anterior.
- Lara, el desayuno está listo y no querrás perder el autobús – mi madre desde la cocina no sabía que llevaba despierta ya unas cuantas horas. Lo nervios no me habían dejado dormir bien, como  cuando era niña y en la víspera del día de Reyes intentaba dormir para que pasase el tiempo y nunca llegaba.
Rápidamente me duché, vestí y desayuné para coger el autobús. El mismo autobús del día anterior en el que atisbaba a reconocer algunas caras del día anterior. Es un don que tengo, almaceno datos absurdos en mi mente como nombres de calles que nadie sabe que existen o caras de personas que no conozco. Y ahí estaban esas caras aún dormidas apoyadas sobre el cristal, leyendo el periódico o hablando entre ellos y entre tanta gente, con mi apenas 1,60 me sentí la personas más diminuta del mundo. Encontré un hueco al fondo del autobús donde no ser nadie y poder apoyar la mochil sobre la barandilla. Cuanto más cerca estaba, menos  ganas tenía de enfrentarme a ese instituto y  esas decenas de caras nuevas.
                Cuando llegué al centro, tal y como esperaba, reconocí a un par de compañeros de curso del día anterior. Discretamente los seguí por los intrincados recovecos y escaleras hasta nuestra zona especial. Los alumnos de primero y segundo de secundaria, además de ser los novatos y de tener cara de vértigo o susto, teníamos una zona especial. Como si los mayores no se mofasen poco reconociéndonos en la cafetería, se lo dejábamos más fácil aun estando marcados en esa zona concreta del recinto.
Cuando por fin encontré mi aula  y dejé las cosas en el mismo sitio donde me había sentado el día anterior, la misma compañera que me había hablado se sentó junto a mí. Y me di cuenta de que no sabía su nombre. Y en los pocos minutos en los que tardó en llegar el profesor descubrí que su nombre era Nati, que vivía en un pueblo a una media hora del centro, que tenía que coger el coche desde su casa hasta una parada de autobús y  tomar luego el autobús hasta allí, un viaje que le suponía casi una hora ir y otra hora volver. Pero sobre todo, me gustó saber que estaba también nerviosa, que venía sola como yo y que tenía esa aura de persona tranquila en la que puedes confiar.
En total éramos unos 25 alumnos, 10 chicas y 15 chicos. Unos altos, otros como yo, más bajos, morenos, rubios, ojos de todos los colores y tipos… la mayoría venían de pueblos cercanos al instituto y unos pocos veníamos de la ciudad. Éramos veinticinco personas que llegaban a primero de la ESO por primera vez, adolescentes en plena pubertad. Los más revoltosos se giraban en sus sillas y hacían burla a alguna de las chicas que tenían cerca. Otros hablaban del partido de turno del fin de semana. Algunas chicas cuchicheaban mientras señalaban a alguno de los chicos…. Un hervidero de hormonas y juventud encerrados en cuatro paredes durante seis horas al día.
De entro todas esas personas me llamó la atención una persona, una sola en concreto además de mi recién estrenada amiga que se sentaba junto a mí, y nuestra compañera del sitio de en frente que rápidamente se presentó como Flori y nos contó que en su finca plantaban un montón de flores de todos los tipos y que por esa razón sus compañeros del colegio la bautizaron como Flori. A parte de mis dos primeras amigas me llamó la atención un chico. No entendía muy bien qué me había pasado durante el verano porque siempre había visto a los chicos como amigos de juegos, compañeros de travesuras. De hecho, siempre me llevaba  mejor con ellos que con las chicas por mi manera de ser tan poco femenina y a veces demasiado directa. Pero desde hacía unos meses a ciertos chicos los veía diferentes; algo había cambiado y no sabía muy bien el qué ni por qué. Me di cuenta de ese cambio por primera vez en el autobús yendo a la playa con mi madre. Me había sentado en uno de los asientos traseros del vehículo y me giré para mirar por la ventana cuando vi a un chico alto, fuerte y guapo escuchando música y sentí algo en la barriga. No supo explicarlo entonces, pero no pude olvidarlo tampoco. Esa misma sensación fue la que sentí al ver a uno de mis nuevos compañeros de clase. Él era alto, posiblemente el más alto de clase, con un pelo claro, rubio y unos ojos claros a medio camino entre el verde y el azul, una perfecta combinación de azul con aguamarina desde donde yo le observaba. Una mandíbula  fuerte, y un cuerpo atlético que desprendía dulzura. No sé. Solo quería seguir mirándolo durante toda la mañana, pero la profesora llegó rápidamente, privándome de ello.

En aquel momento no sabía que acababa de entrar en mi vida una de las piezas fundamentales  del juego durante los siguientes años.


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