Cuando le veo, tengo esa extraña sensación de que todo
alrededor se desvanece y en la sala volvemos a estar de nuevo él y yo solos.
Como si el tiempo se hubiese detenido hace tiempo, pero sin embargo nosotros
hubiéramos emprendido rumbos diferentes que acaban por converger en el mismo
punto, en el mismo momento en el que nos vimos por última vez. Es una sensación
que me invita acercarme y charlar de forma vana para perderme en esa mirada una
vez más y sin pronunciar una palabra, decirlo todo. Sé que después de tanto
tiempo, él seguirá entiendo ese lenguaje que creamos entre nosotros.
Cuando lo veo, todo viene a mi mente. Su manera de caminar,
la cadencia a veces pausada, a veces atropellada de su habla. Las bromas malas,
las miradas cómplices llenas de historias y secretos. Su mano sobre la mía. Las
innumerables horas que nos pasamos riendo por cualquier cosa. Los abrazos. Las
sorpresas. Los besos. Cada recuerdo me recorre el cuerpo produciendo escalofríos
que me cuentan cuánto fue que nos quisimos. Cuánto empeño le pusimos, una, dos
y hasta tres veces sin que nunca pudiéramos lograrlo.
Qué curioso y caprichoso es el amor. Cómo en un instante estás
flotando en una nube, lleno de ilusiones y sueños, lleno de esperanza y
proyectos. Y de repente, como cambia el viento, el amor se rompe, la llama se
apaga y solo arden las cenizas de una hoguera que destroza todo lo bueno que
una vez hubo. Y sin embargo, si el amor fue próspero, te deja con esa sensación
de haber perdido un miembro de tu cuerpo, una herida eterna que te dolerá
siempre. Te quedas vacío pensando qué fue lo que pasó o cómo pudo ocurrir.
Dónde estuvo el error y si alguna vez habrá una solución, un remedio que calme
esa punzada del corazón al encontrar su mirada entre tanta multitud.
Disfrutamos un instante, nos separamos rápido y sin embargo el recuerdo
permanece eterno.
Qué frágil es el amor. Con qué facilidad se rompe un corazón
y cuántos años lleva reconstruir las piezas para tan solo formar una copia
imperfecta de lo que una vez fue. Qué difícil es encontrar a una persona y qué
sencillo echarlo todo a perder. Como una planta a la que le echas mucha agua se
puede ahogar, el amor puede abrumar. Pero si no la riegas, también se puede morir.
Del mismo modo, el amor se acaba cuando no lo cuidas, cuando no lo respetas, lo
valoras o lo mimas. Cómo medir la cantidad proporcional, cómo hallar la receta
exacta…. Solo la vida te lo dirá, ese plato es como la cocina de la abuela, a
ojo, y probando, se obtiene el mejor resultado.
Cuando lo veo, se crea una atmósfera que me atrae hacia su
entorno, incluso sin movernos del sitio, incluso sin estar cerca. Y aunque a
veces echaría a correr y volvería a sus brazos, sé que ese capítulo quedó atrás
hace tiempo, con todas sus secuelas, sus tormentos, sus grandes momentos y los
bonitos recuerdos. Sé que son solo sensaciones mías, destellos de ese pasado al
que de vez en cuando volvería para evitar el inexorable paso del tiempo. Pero
ahora, pese a ser los mismos, ya no somos aquellos que solíamos ser. Y entender
eso, que siempre serás recuerdo constante, me hace pensar dos cosas.
La primera, que siempre, de alguna forma, formarás parte de
la historia de mi vida, ayer, hoy y mañana. Que ese amor, transformado,
permanecerá intacto en el lugar que he creado para ti.
La segunda, que he de dejarte ir completamente. Apoyar desde
el silencio y la felicidad el que aparezca la siguiente persona que te haga
volar, sonreír y ser feliz como yo no pude. Alguien que valore de verdad quién
y cómo eres y no te haga sufrir.
Aunque la próxima vez que te vea, vuelva a sentir esa
atmósfera envolvente, sé que habrá alguien a tu lado, diciéndote con la mirada
que te quiere y que tú entenderás ese idioma sin palabras, y en la misma
mirada, le dirás que tú también.
Y tú y yo tan solo seremos un vago recuerdo de una hoja
caduca en el frío suelo de una mañana de otoño.
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