Podía verla cada mañana despertarse, con ese pelo revuelto,
su cara de sueño y un sinfín de mantas, sábanas y colchas que la envolvían cada
noche. La veía así, tan natural, tan suya, y un poquito mía, y sonreía. Sus
ojos apenas abiertos, su voz ronca con las primeras palabras del día. Tan guapa
y única como siempre. Qué hermoso es despertarse al lado de la persona que
amas. Qué sensación de placer, de orgullo, de felicidad el poder compartir el
primer momento del día, la complicidad bajo las sábanas y todos los pequeños
detalles que hacen de una rutina la vida perfecta que siempre has querido.
Qué bonito sería poder abrazarte una vez más antes de
dormir. Oler tu pelo con ese aroma tan a ti. Darte un beso de buenas noches y
acurrucarme a tu lado. Despertarme a media noche con medio cuerpo destapado y
el otro medio fuera de la cama porque sin darme cuenta te has apropiado de toda
la cama del mismo modo que sin darme cuenta me robaste también hace tantos años
el corazón. Daría cualquier cosa por volver a enredarnos entre las mantas,
respirando tu aliento en mi boca, celebrando el dulce y suave vaivén de
nuestros cuerpos en contacto. Subir al cielo en un momento, acariciar una nube
de algodón y volver de nuevo, encontrándome con tu dulce mirada clavada en mis
ojos oscuros. Una leve mueca de miedo y placer. Qué bonito haber compartido
juntos cada rincón de nuestra anatomía con temor y rebeldía al mismo tiempo. No
te puedes imaginar qué largas son las noches desde que te fuiste.
Daría lo que fuera por despertar de nuevo junto a ti. Por
volver a verte dormida, con esa cara de niña buena, de tranquilidad y paz que
transmitías al dormir. Tan ajena a tus batallas, tan lejos de tus disgustos y
la pena que a veces no te dejaba dormir. Nunca supe qué soñabas. No te
acordabas o no me lo querías decir para salvaguardar todos esos sueños que te
hacían seguir hacia delante como el motor que da fuerza al coche para avanzar.
Solo sé que me habría gustado hacerte tan feliz como parecías entonces. Que no
lo hice, o no lo sé. Pero la verdad es que desde que no puedo tenerte entre mis
brazos cada noche, la vida se ha vuelto más gris, más triste y más oscura. Me
faltas tú que eras mi luz en cada momento, en los días claros, por ser mi Sol,
y en los días oscuros, al ser refugio. Qué puedo decir. Te echo de menos. Añoro
cada mínimo detalle del que pude darme cuenta a lo largo de todos estos años.
Tus chillidos agudos al estornudar. Tus manos frías en pleno verano. Tus
ronquidos mientras te reías. Tus pisadas en mitad de la noche para no tener
miedo. Incluso las miles de canciones absurdas que cantabas cuando “tenías la
mente en blanco”. Qué no daría por volver a oír cantando y gritando a Whitney
Houston una vez más… pero la vida quiso alejarte de mí. Sin motivos, sin
excusas, sin tiempo.
Una mañana te despertaste,
la noche siguiente ya empecé a dormir sin ti. Un día te levantaste a mi
lado, un día como otro cualquiera y no sabía que iba a ser el último. Tan solo
era un dolor de barriga. Algo que seguramente te había sentado mal la noche
anterior. Y sin embargo, el doctor te mandó ingresar inmediatamente. Tantas
prisas, pensé que te ibas a poner bien. Que te iban a cuidar como yo, mejor
incluso, porque ellos iban a cuidarte de un modo que yo ya no podía. Y sin
embargo, aquella indigestión resultó ser otra cosa. Un malvado ser esparcido
por todo tu pequeño cuerpo. El hígado, los riñones, páncreas y casi hasta los
pulmones. ¿Cómo no nos pudimos dar cuenta, mi amor? ¿Cómo no lo vimos venir? ¿o
llegar, o desarrollarse?
Fui a verte esa noche, te abracé y lloré a tu lado. No de
pena, porque sabía que eras la persona más fuerte que conocía. Lloraba de
felicidad porque estaba a tu lado, porque me sentía afortunado de amarte y ser
amado del mismo modo. Lloraba, ahora puedo confesarlo, de miedo a perderte, a
vivir en un mundo donde no estuvieras, porque tú, cariño, eres el único mundo que
conocía.
Volví a casa a descansar, a llorar de rabia por lo que
estaba pasando. A coger fuerzas. Y cuando regresé al hospital, tú ya no estabas
allí. Te habías ido de noche, sin hacer ruido para no molestar como solías
decir. Odiabas las despedidas… Pero no me dejaste ni siquiera darte un beso
para el camino de los que siempre nos pedíamos cuando teníamos que hacer algún
recado absurdo como ir al baño o coger agua…
Dios, no sabes cómo
duele tu ausencia. Cómo echo de menos
tus ojos de niña inquieta, tus historias sin sentido, tus novelas sobre la
mesita. Todas las veces que protestabas al día por cualquier cosa… pero ¿sabes
qué? Yo te amaba así, tal cual. Y te sigo amando del mismo modo en el que te
recuerdo, tan feliz, aventurera, cobarde, sonriente, luchadora y fuerte. Te amo
porque contigo aprendí a ser mejor. Y te amaré siempre. Porque tú eres el único
mundo que conozco, y aunque tú siempre has querido que sea feliz.
Sin ti, ya no puedo
serlo.
No tanto, como lo era antes porque tú eras mi felicidad.
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