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miércoles, 1 de junio de 2016

a primera vista

Una mirada es la conversación más clara, sencilla y larga sin apenas decir nada. En una mirada te puedo hacer entender todo mi dolor. Con tan solo una mirada me han dicho adiós mil veces. Incluso a veces, parece ser todo un arte para quienes ven en el intercambio de miradas todo un juego de seducción.
Y tal vez mis ojos no embauquen a nadie jamás, pequeños, marrones y sencillos. Nada extraño, nada especial. Pero mi mirada también habla, como tantas otras. Y tal vez no diga cosas sugerentes, pero si tienes paciencia y sabes entender, te puede llegar a confesar cosas que jamás me oirás decir. Porque para las personas que, como yo, hablar es casi un imposible, tenemos un millón de formas diferentes para emitir lo que queremos decir. No poder hablar, no significa no querer decir.
Cuentan algunos que una verdadera geisha podía enamorar a un hombre con una sola y única mirada. Existe el amor a primera vista. Lectura de un solo vistazo. Incluso hay personas que te comen con la mirada. Los ojos enamoran, la belleza, el conocimiento e incluso el sabor puede llegar a comenzar por ellos. Por supuesto, el amor también.
Y él tenía todas las papeletas para ser eso que llaman primer amor. Fue, sin duda, amor a primera vista. Porque ya desde el primer instante su anatomía me había llamado la atención. Destacaba entre todos por su altura, por sus facciones dulces sus ojos claros, a medio camino entre el azul del mar, y el verde de las montañas. Su cabello era del color de los campos de trigo. Pero ¿quién se podría fijar en alguien cualquiera como yo? Pequeña, poco esbelta, rata de biblioteca, demasiado neurótica para la vida adolescente. Y nerviosa. Porque uno de sus muchas virtudes era la capacidad para ponerme nerviosa, para parecer estúpida, para hacerme vulnerable a su lado. Paradójicamente nunca fui capaz de adaptarme a él. Cuanto más tiempo coincidíamos, más absurdas eran mis acciones, más vergüenza sentía y más abajo se clavaban mis ojos, que pese a que querían mirarlo a cada instante, tenían miedo de revelar algo que no debieran.
Yo escuchaba cómo él empezaba a salir con las chicas más populares, las más guapas. Las más diferentes a mí. Y aunque yo seguía escribiendo su nombre en mi libreta junto a miles de corazones entre los dos, más segura estaba de que eso que sentía, debía desaparecer pronto. Cada día me dolía darme cuenta que solo lo podía mirar a escondidas. Con miradas cada vez más furtivas. Como si robara su imagen para quedármela el resto del día. Me dolía entender que todos aquellos sueños e imágenes que había creado entre los dos, se quedarían en el tintero de mi vida. Yo no existía para él de esa forma que él sí existía para mí.
Meses después, cuando por fin empezaba a volver todo a la normalidad. Un día, volviendo a casa en autobús, por azares del destino acabamos los dos sentados en el mismo asiento. Recuerdo que el sol nos daba de cara, sus ojos se hacían más verdes, más claros a cada instante, y sin querer lo miré como me había jurado que no debía mirarlo nunca. Y en sus ojos vi una chispa, un segundo en el que ambos ojos brillaron, como si ambas miradas hubiesen lanzado un mensaje que a nuestro entendimiento se le escapaba pero que nuestros corazones ya habían comprendido. Él me dijo que hacía tiempo buscaba verme así, cercana, cara a cara, a través de mis ojos. Yo le confesé que me daba miedo, que a su lado me sentía débil e insegura. Él me dijo que me quería y yo, que de sentimientos nunca supe hablar, tan solo lo miré. Y en esa mirada le dije más de lo que con la boca podría hablar.
Él se acercó, y me sonrió y en aquel autobús, volviendo a casa en un día de junio hace muchos muchos años, comprendí que a veces, no dice más quien más habla, sino quien más transmite, sea en el lenguaje que sea.

Una mirada puede ser el mensaje más directo al corazón.






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