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miércoles, 23 de marzo de 2016

Un día cualquiera en la piel de tu vecino

Esta mañana me he levantado como cada día, he mirado por la ventana para saber cómo estaba el día y he despertado a mi abuelo. Él dormía en la habitación contigua sobre su colchón y con un par de mantas sobre cuerpo. Como siempre su descanso era plácido. Papá hacía rato que se había ido a trabajar, esta vez una alarma le había despertado antes de tiempo y había tenido que irse aun de madrugada.
Nos he hecho el desayuno, nada ostentoso, una comida frugal y nos hemos vestido. Mi abuelo se quedará en casa el resto del día, pero yo me he ido a estudiar, como cada día, a la escuela. Una de las pocas que todavía siguen abiertas. Está a más de media hora caminando de casa, pero está en la zona segura de la ciudad (si hay alguna zona segura). Soy una persona como tú, solo que he nacido en un pequeño país llamado Siria. Soy musulmana, pero lo cierto es que hace tiempo que dejé de pensar en dioses y cielos. Ahora solo pienso en el día a día, en la vida que de momento tengo. Mis vecinos han dejado de acudir a la escuela porque dicen que es demasiado peligroso andar por las calles de la ciudad. Sé que lo son, pero necesito educarme, quiero ser enfermera algún día. Como aquella mujer que hace un año me vendo la herida astillada de la pierna. Quiero poder ayudar a mi familia y amigos cuando sean heridos. Cada vez llegan a casa menos…
Papá nos envió al abuelo, la abuela, mamá, mi hermano y a mí en un barco hacia Europa. Todos sus ahorros fueron a parar a manos de un hombre que se ha hecho rico comercializando con vidas humanas. Pero era la única salida que nos quedaba, eso solía decirme en las noches que pasamos  a la deriva de un mar caprichoso y al amparo de las tormentas de finales de la estación cálida. Todos los días que pasamos navegando, pensaba en papá. En cómo él había tenido que quedarse para defender nuestra tierra.  Pensaba en él porque no sabía si volvería a verlo jamás. En una de esas noches, casi rozando el alba, descubrimos tierra en el horizonte. Y al mismo tiempo que la tierra se acercaba, el oleaje aumentaba. Olas cada vez más altas penetraban en nuestra embarcación calándonos hasta los huesos. “Ya queda poco”, “estamos llegando a nuestro nuevo hogar” repetía continuamente para tranquilizar a mi familia. Pero una ola demasiado fuerte estremeció la embarcación y abrió una brecha. Mamá, el abuelo y yo sabíamos nadar, pero mi hermano, de  un año, apenas conseguía ponerse de pie, mucho menos podría nadar. Todos caímos al mar. Mamá agarró a mi hermano, el abuelo comenzó a nadar, y yo trataba de ayudar a mamá. Otra ola grande nos sacudió, tuve que esforzarme por salir a flote. Y cuando lo hice, esperé y esperé hasta que me di cuenta de que mamá no iba a salir. Tampoco el pequeño Yusuf. El mar había robado la vida de mi madre y mi pequeño hermano. Ese día fue cuando dejé de creer en dioses. Ellos habían seguido las tradiciones y sin embargo, alguien se los había llevado de una forma cruel y anticipada. No, en este mundo no había seres divinos.
Mis abuelos y yo conseguimos llegar a tierra y allí un grupo de personas nos atendieron. Allí conocí a la enfermera que me cuidó y ayudó a sanar. Cuando nos recuperamos nos explicaron como pudieron, que no podíamos continuar. Que las cuotas estaban saturadas. Porque éramos un número, no éramos seres humanos. Que poco a poco nos irían ubicando en distintos lugares para empezar una nueva vida lejos del horror de la guerra. Y ansiosos por volver a sentir qué era vivir con paz, esperamos. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. La comida, antes abundante, empezaba a escasear. Y el cálido otoño dio pasó al gélido invierno en un campamento. La abuela empezó a encontrarse mal. Primero fue una tos fuerte, después fueron los escalofríos y la falta de comida hizo el resto. El hambre y la espera se habían llevado también a mi abuela. Pero el abuelo y yo sabíamos que ellos querrían vernos a salvo y seguimos esperando, llorando su ausencia pero sabiendo que el mañana traería algo mejor. Cuando ya la primavera comenzaba a mostrar su belleza ( flores por doquier, prados verdes… jamás habíamos visto nada tan bello). Vinieron las malas noticias. No había más hueco para nosotros. No podíamos seguir en la frontera y poco a poco debíamos volver a casa. Éramos simples números y no cabíamos en esa lista limitada. Nos devolvían al lugar del que huíamos, nos devolvían a la guerra. Y por el camino había perdido a mi madre, a mi hermano, a mi abuela, por lograr un sueño imposible.
Esa es la razón por la que hoy estoy aquí, arriesgando mi vida por ir a la escuela, por lograr unos estudios. He escuchado a los mayores que quienes estudian tienen más opciones para irse. Yo quiero salvar a mi familia de este horror. Y sé que nadie nos va a ayudar, que solo depende de mí. Pero ahora, debo atender al profesor que entra, viene con cara triste, “qué extraño, si siempre está alegre, siempre quiere que veamos la belleza de la vida incluso en un lugar tan horrible como este”.
Hoy estoy sola en el aula, y aun así se acerca a mi pupitre y me susurra: “no sé cómo decirte esto… tu padre ha muerto esta mañana en un nuevo bombardeo”

Con la mirada en el vacío que siento en mi interior pienso:

 “maldita guerra, me has arrebatado todo lo que quería”. 


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