Esta mañana me he levantado como cada día, he mirado por la
ventana para saber cómo estaba el día y he despertado a mi abuelo. Él dormía en
la habitación contigua sobre su colchón y con un par de mantas sobre cuerpo.
Como siempre su descanso era plácido. Papá hacía rato que se había ido a
trabajar, esta vez una alarma le había despertado antes de tiempo y había
tenido que irse aun de madrugada.
Nos he hecho el desayuno, nada ostentoso, una comida frugal
y nos hemos vestido. Mi abuelo se quedará en casa el resto del día, pero yo me
he ido a estudiar, como cada día, a la escuela. Una de las pocas que todavía
siguen abiertas. Está a más de media hora caminando de casa, pero está en la
zona segura de la ciudad (si hay alguna zona segura). Soy una persona como tú,
solo que he nacido en un pequeño país llamado Siria. Soy musulmana, pero lo
cierto es que hace tiempo que dejé de pensar en dioses y cielos. Ahora solo
pienso en el día a día, en la vida que de momento tengo. Mis vecinos han dejado
de acudir a la escuela porque dicen que es demasiado peligroso andar por las
calles de la ciudad. Sé que lo son, pero necesito educarme, quiero ser enfermera
algún día. Como aquella mujer que hace un año me vendo la herida astillada de
la pierna. Quiero poder ayudar a mi familia y amigos cuando sean heridos. Cada
vez llegan a casa menos…
Papá nos envió al abuelo, la abuela, mamá, mi hermano y a mí
en un barco hacia Europa. Todos sus ahorros fueron a parar a manos de un hombre
que se ha hecho rico comercializando con vidas humanas. Pero era la única
salida que nos quedaba, eso solía decirme en las noches que pasamos a la deriva de un mar caprichoso y al amparo
de las tormentas de finales de la estación cálida. Todos los días que pasamos
navegando, pensaba en papá. En cómo él había tenido que quedarse para defender
nuestra tierra. Pensaba en él porque no
sabía si volvería a verlo jamás. En una de esas noches, casi rozando el alba,
descubrimos tierra en el horizonte. Y al mismo tiempo que la tierra se
acercaba, el oleaje aumentaba. Olas cada vez más altas penetraban en nuestra
embarcación calándonos hasta los huesos. “Ya queda poco”, “estamos llegando a
nuestro nuevo hogar” repetía continuamente para tranquilizar a mi familia. Pero
una ola demasiado fuerte estremeció la embarcación y abrió una brecha. Mamá, el
abuelo y yo sabíamos nadar, pero mi hermano, de
un año, apenas conseguía ponerse de pie, mucho menos podría nadar. Todos
caímos al mar. Mamá agarró a mi hermano, el abuelo comenzó a nadar, y yo
trataba de ayudar a mamá. Otra ola grande nos sacudió, tuve que esforzarme por
salir a flote. Y cuando lo hice, esperé y esperé hasta que me di cuenta de que
mamá no iba a salir. Tampoco el pequeño Yusuf. El mar había robado la vida de
mi madre y mi pequeño hermano. Ese día fue cuando dejé de creer en dioses.
Ellos habían seguido las tradiciones y sin embargo, alguien se los había
llevado de una forma cruel y anticipada. No, en este mundo no había seres
divinos.
Mis abuelos y yo conseguimos llegar a tierra y allí un grupo
de personas nos atendieron. Allí conocí a la enfermera que me cuidó y ayudó a
sanar. Cuando nos recuperamos nos explicaron como pudieron, que no podíamos
continuar. Que las cuotas estaban saturadas. Porque éramos un número, no éramos
seres humanos. Que poco a poco nos irían ubicando en distintos lugares para
empezar una nueva vida lejos del horror de la guerra. Y ansiosos por volver a
sentir qué era vivir con paz, esperamos. Los días se convirtieron en semanas, y
las semanas en meses. La comida, antes abundante, empezaba a escasear. Y el
cálido otoño dio pasó al gélido invierno en un campamento. La abuela empezó a
encontrarse mal. Primero fue una tos fuerte, después fueron los escalofríos y
la falta de comida hizo el resto. El hambre y la espera se habían llevado
también a mi abuela. Pero el abuelo y yo sabíamos que ellos querrían vernos a salvo
y seguimos esperando, llorando su ausencia pero sabiendo que el mañana traería
algo mejor. Cuando ya la primavera comenzaba a mostrar su belleza ( flores por
doquier, prados verdes… jamás habíamos visto nada tan bello). Vinieron las
malas noticias. No había más hueco para nosotros. No podíamos seguir en la
frontera y poco a poco debíamos volver a casa. Éramos simples números y no
cabíamos en esa lista limitada. Nos devolvían al lugar del que huíamos, nos
devolvían a la guerra. Y por el camino había perdido a mi madre, a mi hermano,
a mi abuela, por lograr un sueño imposible.
Esa es la razón por la que hoy estoy aquí, arriesgando mi
vida por ir a la escuela, por lograr unos estudios. He escuchado a los mayores
que quienes estudian tienen más opciones para irse. Yo quiero salvar a mi
familia de este horror. Y sé que nadie nos va a ayudar, que solo depende de mí.
Pero ahora, debo atender al profesor que entra, viene con cara triste, “qué
extraño, si siempre está alegre, siempre quiere que veamos la belleza de la
vida incluso en un lugar tan horrible como este”.
Hoy estoy sola en el aula, y aun así se acerca a mi pupitre
y me susurra: “no sé cómo decirte esto… tu padre ha muerto esta mañana en un
nuevo bombardeo”
Con la mirada en el vacío que siento en mi interior pienso:
“maldita
guerra, me has arrebatado todo lo que quería”.
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