Secciones

miércoles, 13 de abril de 2016

En el bar de la esquina, a la hora del amor

Era una noche lluviosa aquella en la que te vi por primera vez. Era jueves al anochecer y como cada jueves a esa hora yo estaba en el bar de la esquina. Ese que está al lado de la oficina, que es de ladrillo rojo y madera blanca. Ese que por dentro puede parecer un simple pub más, pero que a mí me gustaba porque allí había conocido una nueva vida. Era una noche lluviosa, no demasiado fría pero sí bastante desapacible. El reloj sobre la barra marcaba las 8:25 exactamente, lo sé, porque al sonar la puerta de la entrada miré la hora, aún quedaban un par de amigos por llegar y ya se retrasaban. Miré el reloj y luego  a la puerta y allí te vi. Estabas empapado por la lluvia, con el pelo por la cara, y una sonrisa pícara… también a ti te había pillado el chaparrón… decir que me gustaste no sería exacto, pero pude ver algo que hacía tiempo que no veía… novedad. Cuando vives en un pueblo de apenas 1000 habitantes, no es que conozcas a 1000 personas diferentes, pero sabes quiénes son al menos el 75% de ellas. Y a ti no te conocía. Jamás te había visto y eso solo, ya era algo realmente extraño desde hacía tiempo.
Sin embargo, alguien de la mesa sí que te conocía, al menos de oídas. E inmediatamente al ver la forma en la que te miraba, me disuadieron. “No es tu tipo, créeme”, fue lo más amable que escuché. Pero  como todo aquello que está prohibido atrae, cuanto más me disuadían, más segura estaba de que debía conocerte. Te seguí con la mirada hasta la barra en la que te sentaste y pediste una cerveza. La cogiste, la giraste y bebiste. Y de repente, como aquel que se siente observado por alguien, miraste en derredor y tus ojos encontraron en los míos un gran abismo y cientos de secretos que en silencio te conté. No supe apartar la mirada a tiempo. No quisiste dejar de penetrar en ella. Pero una vez más, la puerta se abrió, y mi mirada se posó sin querer en el reloj como había hecho escasos 10 minutos atrás. Ya habían llegado los que faltaban, y cuando quise volver a iniciar aquel juego prohibido de miradas que hablan sin decir nada, tú me habías ganado la partida y ya te habías ido sin posibilidad de revancha. Sin hablar, sin saber nada, solo con la recomendación de alejarme de ti, me fui a casa, pensando en tu mirada aguamarina, las incipientes arrugas bajo los ojos, tu pelo sobre la cara… apenas me di cuenta de la tormenta y de la lluvia, solo podía pensar en esos escasos segundos en los que compartimos tantas cosas, y en realidad, ninguna.
Y fue al dar la vuelta a la última esquina, antes de llegar a la puerta de casa, donde te volví a ver. Bajo la puerta de mi casa, la lluvia calando hasta los huesos tú esperabas de pie, como quien espera algo que no sabe muy bien qué es ni cuándo vendrá, pero sabe que será algo. Tu mirada me habló de una huida, mis ojos te contaron del calor de una casa, tus manos dibujaron un mapa, que mi corazón tenía miedo a conocer. Y por una noche, volví a ser adolescente, a sentir que en cada latido se me salía el alma. A mirar más allá de lo que los ojos ven. A recorrer la anatomía humana con sorpresa, con miedo, con ternura. El calor de tus besos se convirtió en mi hogar por una noche. Creamos una danza acompasada que solo nosotros sabíamos interpretar. Y entre abrazos, besos, ternura y pasión, me quedé dormida sobre tu pecho. Y por primera vez en mucho tiempo, no hubo dolor en mis sueños, no hubo llantos ni tristeza… tan profundo fue el sueño en el que caí, que no te escuché marchar. No pude darte un último beso, no pude abrazarte ni decirte todo lo que no te había dicho con miradas o con palabras. Nada. Otra vez.
Y cuando por fin me desperté, me di cuenta de que te habías ido para siempre. De que la lluvia siempre me recuerda a ti, porque en una noche de tormenta te conocí en un bar en el que mis amigos me dijeron que no eras mi tipo. Y sin embargo desde aquella noche, compartimos mil noches más. Hasta que otra noche de lluvia intensa, tú no regresaste. Aquello que te da la vida, también te lo puede arrebatar. Tu coche se salió de la calzada volviendo a casa y bajo el manto cubierto por las nubes, tu cuerpo dejó de respirar para siempre. Mi vida, mi amor, mi fruto prohibido, todo lo bueno que había conocido al fin. Tus besos, tantos miles repartidos por todas partes, eran cuchillas en mi piel, tu recuerdo hería, tu voz se apagaba en mi mente y sin embargo tu recuerdo, el dolor que me invadió no se fue nunca del todo. Y por eso, yace siempre latente, y en las noches lluviosas como la de ayer, vuelve a mi mente aquella noche de jueves en el bar de la esquina en el que mi vida cambió por completo. Y te veo por primera vez de nuevo, vuelvo a besarte, a tenerte en mis brazos, a decirte que te quiero por todas las noches que no puedo y que el dolor no me deja dormir.

La lluvia me recuerdo tanto a ti que apareces en mis sueños y logro ser feliz. Aunque solo son unos segundos, antes de despertar y deba volver a aprender a vivir sin ti con esta cicatriz, 
herida mortal del enamorado. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario