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miércoles, 6 de abril de 2016

Gracias... lo siento



Ojalá fueras capaz de llegar a entender algún día todo lo que siento por ti. Ojalá algún día supieras que aunque nos separen tantos kilómetros, y apenas estuviésemos juntos una semana o dos, jamás te olvido. Y cada día es una dulce condena que me lleva a pensar en ti, en este mundo absurdo que me he construido para olvidarte y en el que solo consigo olvidarme de mí misma, de quién soy, de qué es lo que realmente quiero. Maldita dualidad que son la mente y el corazón y maldita guerra que mantienen desde que tengo memoria. Ojalá algún día pudiera romper mis propias barreras, franquear mis murallas y saltar al vacío, un vacío en el que tú me esperas, porque sé que como yo, tú tampoco me olvidas. Lo sé, lo siento, porque pese a que me gustaría olvidarte, cada noche te escribo, y tú me respondes. Cada día te borro de mi memoria para colocarte en tu trono al caer la noche… así lleva siendo años, así seguirá siendo hasta que acepte que lo que el corazón dicta, la mente puede esconderlo, pero jamás borrarlo.
Nos conocimos sin querer, debajo de un reloj en una plaza de una ciudad extranjera. Tú eras políticamente correcto, yo jamás conseguí serlo, ni siquiera lo he pretendido. Y recuerdo estar cansada. Preocupada porque al día siguiente debía madrugar y no iba a llegar a dormir lo necesario. Casi diría que estaba hasta de mal humor y aquella cerveza, entre tanta gente, me resultaba más amarga que de costumbre. Fui al baño a lavarme la cara para despejar y al volver, con tu cortesía decidiste sacarme de ese letargo en el que me encontraba. Clavaste tus ojos azules como el océano en mí y yo, que desde pequeña sé nadar, me ahogué en ellos. Sin salvación. Fue como si literalmente hubiese despertado de un sueño. Y aunque tú querías centrar la conversación en mí, jamás se me ha dado bien dar el parte personal de mi vida. Prefería hablar de ti, llegar a conocer a la persona que me había hecho naufragar sin previo aviso en ese mar de cristal. Y la cerveza se volvió más dulce y se convirtió en otra. Y luego en otra más. Y la preocupación se fue hasta que salió el sol. Todos nuestros amigos se habían ido ya. Y yo, allí, delante de ti, me sentía desnuda hasta el alma, perdida en esa mirada, abrazando un futuro construido sobre naipes. Pensando que quizás, esta vez sí. Creyendo que podría cumplir una promesa rota hacía tiempo en otra ciudad, a otro país.
Durante una semana bailamos todas las canciones de todos los bares de la ciudad. Viajamos juntos en taxi, en autobús y hasta en Ferri. Probamos todos los tipos de cerveza nacionales. Comimos, eso sí, en el mismo restaurante, toda la carta. Paseamos por esa plaza donde este aquel reloj que nos encontró por primera vez casi cada día y nos besamos. Nos besamos en todas las canciones de cada bar. En cada taxi, autobús o ferri. En mitad de al menos un trago de cada cerveza nacional, e incluso importada. Y nos besamos por supuesto, en el mismo restaurante degustando cada plato de la carta. Y hasta nos besamos delante del reloj que nos vio juntos por primera vez. Nos enamoramos sin querer, deprisa  y a la vez  lento. Suave y de repente fuerte. Nos enamoramos en cada latido. Y así, sin darnos cuenta, mi semana se acabó. Los naipes echaron por tierra aquellos sueños de infinitud. No conseguí salir de aquel mar antes de irme. Me meciste la última noche en tus brazos, secando mis lágrimas, ahogando las tuyas. Me miraste a los ojos, y yo te miré a ti y nos juramos volver. Volver algún día, pero volver. Pero mi camino hacia la superficie estaba demasiado lejos y nunca fui capaz de hacerlo. Y una vez más, mi palabra se ahogó conmigo al fondo de un mal tempestuoso que siempre me lo ha quitado todo.
Te dije adiós llorando, como lloro hoy también al escribir y recordar todo  eso. Una vez de vuelta en la vida normal, mi mente se adueñó de mis instintos y me hizo creer que lo mejor era dejarte ir. Que arriesgarlo todo por amor no es ni siquiera una opción a tener en cuenta. ¡Pobre estúpida! ¡Cuántas noches en vela, cuántas lágrimas y cuántos mensajes al aire habré mandado desde entonces! Pero sobre todo, cuántos días grises e infelices.
La mente me decía que siguiese hacia delante, el corazón gritaba de agonía en una muerte lenta. Y solo justo antes de su último latido entendí, que el corazón late incluso dormido, que la felicidad no es para mañana. Que enterrarte en la memoria no significa ser feliz, sino olvidarme de serlo. Que mi mente me quería a salvo, y mi corazón a ti. Que tú me salvaste. Que debía intentarlo. Y lo intenté. Dios sabe cuánto lo intenté. Pero ya estabas demasiado lejos. Te habías cansado de esperar. Las canciones y los bares habían cambiado. Los taxis, los autobuses y los ferri habían modificado sus tarifas, sus rutas y hasta de conductores. El sabor de la cerveza era diferente en cada uno de los tipos que probamos. La carta del restaurante donde comíamos había variado por completo e incluso el reloj había sido reemplazo en esa plaza que nos encontró por primera vez.
Tú te cansaste de esperarme, el tiempo se hartó también y hasta la espera desistió de que volvería algún día. Así que con un gracias y un lo siento te despediste de mí para siempre. Y el corazón, que padece de una muerte lenta, agonizó con tu recuerdo, con tus palabras, con tu imagen. Y con cada canción de aquellos bares. Con cada olor a plato de aquel bar. Con cada reloj en una plaza extranjera.  Con cada gracias. Con cada lo siento. Que me recuerdan a ti, a mí, a nosotros y a ese castillo de naipes que ya no existen más.
Gracias amor, por haberme hecho tan feliz, siento no haberlo sabido a tiempo. 


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