Ojalá fueras capaz de llegar a entender algún día todo lo
que siento por ti. Ojalá algún día supieras que aunque nos separen tantos
kilómetros, y apenas estuviésemos juntos una semana o dos, jamás te olvido. Y
cada día es una dulce condena que me lleva a pensar en ti, en este mundo
absurdo que me he construido para olvidarte y en el que solo consigo olvidarme
de mí misma, de quién soy, de qué es lo que realmente quiero. Maldita dualidad
que son la mente y el corazón y maldita guerra que mantienen desde que tengo
memoria. Ojalá algún día pudiera romper mis propias barreras, franquear mis
murallas y saltar al vacío, un vacío en el que tú me esperas, porque sé que
como yo, tú tampoco me olvidas. Lo sé, lo siento, porque pese a que me gustaría
olvidarte, cada noche te escribo, y tú me respondes. Cada día te borro de mi
memoria para colocarte en tu trono al caer la noche… así lleva siendo años, así
seguirá siendo hasta que acepte que lo que el corazón dicta, la mente puede
esconderlo, pero jamás borrarlo.
Nos conocimos sin querer, debajo de un reloj en una plaza de
una ciudad extranjera. Tú eras políticamente correcto, yo jamás conseguí serlo,
ni siquiera lo he pretendido. Y recuerdo estar cansada. Preocupada porque al
día siguiente debía madrugar y no iba a llegar a dormir lo necesario. Casi
diría que estaba hasta de mal humor y aquella cerveza, entre tanta gente, me
resultaba más amarga que de costumbre. Fui al baño a lavarme la cara para
despejar y al volver, con tu cortesía decidiste sacarme de ese letargo en el
que me encontraba. Clavaste tus ojos azules como el océano en mí y yo, que
desde pequeña sé nadar, me ahogué en ellos. Sin salvación. Fue como si
literalmente hubiese despertado de un sueño. Y aunque tú querías centrar la
conversación en mí, jamás se me ha dado bien dar el parte personal de mi vida.
Prefería hablar de ti, llegar a conocer a la persona que me había hecho
naufragar sin previo aviso en ese mar de cristal. Y la cerveza se volvió más
dulce y se convirtió en otra. Y luego en otra más. Y la preocupación se fue
hasta que salió el sol. Todos nuestros amigos se habían ido ya. Y yo, allí,
delante de ti, me sentía desnuda hasta el alma, perdida en esa mirada,
abrazando un futuro construido sobre naipes. Pensando que quizás, esta vez sí.
Creyendo que podría cumplir una promesa rota hacía tiempo en otra ciudad, a
otro país.
Durante una semana bailamos todas las canciones de todos los
bares de la ciudad. Viajamos juntos en taxi, en autobús y hasta en Ferri.
Probamos todos los tipos de cerveza nacionales. Comimos, eso sí, en el mismo
restaurante, toda la carta. Paseamos por esa plaza donde este aquel reloj que
nos encontró por primera vez casi cada día y nos besamos. Nos besamos en todas
las canciones de cada bar. En cada taxi, autobús o ferri. En mitad de al menos
un trago de cada cerveza nacional, e incluso importada. Y nos besamos por
supuesto, en el mismo restaurante degustando cada plato de la carta. Y hasta
nos besamos delante del reloj que nos vio juntos por primera vez. Nos
enamoramos sin querer, deprisa y a la vez lento. Suave y de repente fuerte. Nos
enamoramos en cada latido. Y así, sin darnos cuenta, mi semana se acabó. Los
naipes echaron por tierra aquellos sueños de infinitud. No conseguí salir de
aquel mar antes de irme. Me meciste la última noche en tus brazos, secando mis
lágrimas, ahogando las tuyas. Me miraste a los ojos, y yo te miré a ti y nos
juramos volver. Volver algún día, pero volver. Pero mi camino hacia la
superficie estaba demasiado lejos y nunca fui capaz de hacerlo. Y una vez más,
mi palabra se ahogó conmigo al fondo de un mal tempestuoso que siempre me lo ha
quitado todo.
Te dije adiós llorando, como lloro hoy también al escribir y
recordar todo eso. Una vez de vuelta en
la vida normal, mi mente se adueñó de mis instintos y me hizo creer que lo
mejor era dejarte ir. Que arriesgarlo todo por amor no es ni siquiera una
opción a tener en cuenta. ¡Pobre estúpida! ¡Cuántas noches en vela, cuántas
lágrimas y cuántos mensajes al aire habré mandado desde entonces! Pero sobre
todo, cuántos días grises e infelices.
La mente me decía que siguiese hacia delante, el corazón
gritaba de agonía en una muerte lenta. Y solo justo antes de su último latido
entendí, que el corazón late incluso dormido, que la felicidad no es para mañana.
Que enterrarte en la memoria no significa ser feliz, sino olvidarme de serlo.
Que mi mente me quería a salvo, y mi corazón a ti. Que tú me salvaste. Que
debía intentarlo. Y lo intenté. Dios sabe cuánto lo intenté. Pero ya estabas
demasiado lejos. Te habías cansado de esperar. Las canciones y los bares habían
cambiado. Los taxis, los autobuses y los ferri habían modificado sus tarifas,
sus rutas y hasta de conductores. El sabor de la cerveza era diferente en cada
uno de los tipos que probamos. La carta del restaurante donde comíamos había variado
por completo e incluso el reloj había sido reemplazo en esa plaza que nos
encontró por primera vez.
Tú te cansaste de esperarme, el tiempo se hartó también y hasta la
espera desistió de que volvería algún día. Así que con un gracias y un lo
siento te despediste de mí para siempre. Y el corazón, que padece de una muerte
lenta, agonizó con tu recuerdo, con tus palabras, con tu imagen. Y con cada
canción de aquellos bares. Con cada olor a plato de aquel bar. Con cada reloj
en una plaza extranjera. Con cada
gracias. Con cada lo siento. Que me recuerdan a ti, a mí, a nosotros y a ese
castillo de naipes que ya no existen más.
Gracias amor, por haberme hecho tan feliz, siento no haberlo
sabido a tiempo.
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